LA GRAN DESILUSIÓN Por Isabel Nieto, Lucía Ibor y María Falcó

El Museo del Prado, que se encuentra en la capital de España, es considerado uno de los museos más importantes del mundo. Posee una gran cantidad de obras de arte pertenecientes a Velázquez, Rubens o Goya, entre otros artistas, lo que atrae la atención de múltiples turistas, capaces de invertir el día en descubrir cada uno de los cuadros y estatuas presentes en el museo.

La Voz del Élaios, en su viaje a la ciudad de Madrid, no dudó en dedicarle unas horas a viajar por estas pinturas. Sin embargo, cuando todo parece ir como la seda, se presenta ante nosotros el antagonista de la historia: uno de los vigilantes, cuyas ganas de perder nuestros rostros de vista iban en aumento.

La puerta de Murillo, una de las tres entradas al Museo del Prado.

Pero no nos adelantemos todavía, empecemos por el principio. Los redactores de La Voz del Élaios veníamos de visitar la Biblioteca Nacional, y
todavía nos costaba sacudirnos el profundo sueño que teníamos después de haber amanecido a eso de las seis de la mañana. A pesar de ello, el Museo del Prado se alzaba imponente sobre nuestras cabezas, y solo podíamos pensar en las maravillas que íbamos a ver dentro.

Encontramos a nuestro guía en la puerta de Murillo, y nuestro itinerario comenzó con gran ilusión por parte de todos. No perdimos detalle de las obras que desfilaban ante nuestros ojos: desde la imponente Sala de las musas, pasando por “El jardín de las delicias”, “Las tres Gracias” o las famosas “Las meninas”.

Sin embargo, el hambre pronto hizo su gloriosa aparición en nosotros y decidimos quedarnos a comer en el museo. Convenientemente, habíamos dejado nuestras mochilas en las taquillas de la entrada, ya que en teoría no podíamos realizar la visita grupal con ellas encima. Además, dábamos por hecho que podríamos regresar a por ellas y seguir a nuestra bola. Por el camino hablábamos acerca de las obras que veríamos de nuevo y muchos de nosotros no ocultamos nuestra ilusión.

El vigilante nos detuvo al llegar a la entrada con la mano en alto. Nos informó de que supuestamente no podíamos volver a entrar al museo con nuestras mochilas, porque éramos un grupo. Nos informó además de que nos diésemos prisa al salir ya que taponábamos la entrada, impidiendo el paso de otros grupos. Nosotros, como era de esperar, no entendíamos por qué no se nos permitía seguir en el museo con nuestras mochilas, siendo que sí estaba permitido a los visitantes normales. La situación se convirtió en un partido de tenis: las acusaciones volaban entre nosotros y el vigilante. Al final y para nuestra mala suerte, ganó él.

Prácticamente nos habría dolido menos una patada en el culo que la indiferencia con la que nos echaron del museo. Con la indignación todavía en el cuerpo, nos sentamos a comer en los bancos frente a la puerta de Murillo. Justo en ese momento y por si no fuera suficiente, se puso a llover de repente. ¿Qué más nos podía pasar?

Visto desde lejos, es una anécdota graciosa sin más. Sin embargo, y a pesar de que ahora nos riamos

(¿qué nos queda si no podemos reírnos de nuestros problemas?), la verdad es que el trato que recibimos fue poco menos que insultante. Tratándose de una organización que recibe miles de visitantes cada día, esperábamos un trato formal, amable y facilitador, pero lo que obtuvimos fue rechazo, total desinterés y ganas de despacharnos.

Zona de cafetería del museo

No pudieron explicar por qué a los grupos no se nos permitía entrar a la zona de cafetería con mochilas, ni siquiera lo intentaron ni buscaron ninguna alternativa. En su lugar, obligaron a dos adultas responsables de más de 20 adolescentes a cambiar de un minuto a otro todos sus planes, dejándoles sin sitio para comer en mitad de Madrid y a punto de echar a llover. Por si fuera poco, mientras intentábamos dialogar para encontrar alguna solución, los guardias nos ignoraban, y cuando se dieron cuenta de que estábamos exigiendo un trato mejor, se dedicaron a señalarnos y a decir a grupos de visitantes recién llegados que estábamos en medio, estorbando sin motivo y no nos queríamos mover.

No todo el mundo vale para trabajar de cara al público; es un trabajo duro, siempre hay clientes impertinentes y no se te permite tener un mal día o perder la sonrisa. No obstante, si es el trabajo que has elegido debes ser amable y propiciador en la medida de lo posible, especialmente si los clientes están siendo respetuosos y tratando de llegar a una solución.