Con tres candidaturas (mejor película, mejor actriz secundaria Octavia Spencer y mejor guión adaptado), la película Figuras ocultas (Hidden Figures. Theodore Melfi. 2016) pudo haber sido una de las triunfadoras en la gala de los Premios Óscar de este año. De haber sido así, el hecho hubiera tenido una especial significación en estos momentos, cuando el despacho oval de la Casa Blanca está ocupado por un reconocido misógino y racista que desprecia la ciencia y la cultura. La anterior descripción del nuevo césar americano no es un juicio de valor, sino un simple resumen de sus declaraciones machistas, supremacistas, negacionistas del cambio climático y ofensivas respecto de los artistas. Precisamente Figuras ocultas visibiliza y pone en valor la contribución a la carrera espacial de unas mujeres de raza negra que trabajaban en ciencia, hasta ahora para casi todos desconocidas.
En 1957 la URSS puso en órbita el Sputnik, primer satélite de la historia. El hecho causó gran conmoción en los EE.UU., que se vieron superados por la superpotencia rival. La NASA, agencia espacial norteamericana, recibió la orden presidencial de adelantar a los soviéticos en la carrera espacial por todos los medios.
Un gran equipo de ingenieros dedicó todos sus esfuerzos a esa tarea en Langley (Virginia). Pero todavía no contaban con ordenadores (en la película se ve la trabajosa puesta en marcha de los primeros IBM 7090), así que los complejos cálculos de cada misión debían ser realizados manualmente por personas con grandes dotes de cálculo, las llamadas “computadoras humanas”, principalmente mujeres. Estas computadoras trabajaban en dos equipos, separadas por razas.
En los años 60 todavía había discriminación racial en EE.UU. a todos los niveles: en los transportes, en los lavabos, en las escuelas, en las bibliotecas incluso. Las tres protagonistas de esta película fueron tres de esas mujeres de talento que tuvieron que sortear desprecios y trabas para poder progresar académica y profesionalmente. Se trata de:
– Katherine Johnson, que en 1959 calculó la trayectoria de la primera misión tripulada de la NASA, la del astronauta Alan Shepard, y en 1962 confirmó la validez de los cálculos de la primera computadora electrónica de la NASA. Su dictamen decidió el lanzamiento del astronauta John Glenn, primer norteamericano que completó una órbita alrededor de la Tierra. También fue de gran importancia su trabajo en las misiones Apolo 11, para el retorno de la tripulación desde la Luna, y en la Apolo 13, para el rescate tras la explosión en la nave.
– Dorothy Vaughan, primera supervisora de raza negra en la NASA, que se adelantó a la llegada de los IBM estudiando el lenguaje de programación Fortran y reconvirtiendo a su equipo de computadoras humanas en programadoras de ordenador.
– Y Mary Jackson, que consiguió ser la primera mujer negra ingeniera aerospacial. Para ello tuvo que ganar en un juicio su derecho a estudiar en una escuela técnica para blancos.
La discriminación duró hasta hace bien poco, siendo silenciada su valiosa aportación en aquella histórica empresa, hasta que en 2015 fueron públicamente homenajeadas por el Presidente Obama.
La película aporta algo muy positivo: dar a estas mujeres el lugar que merecen en la historia, no solo de la carrera espacial sino también de la conquista de los derechos civiles. Como crítica, tal vez el carácter amable (complaciente incluso) con que se ha reflejado una historia de discriminación. Ciertamente, sus protagonistas no la viven con intensidad dramática, aunque sí con determinación, del mismo modo que los blancos dominantes no se nos presentan como los «malos» sino como peones de un sistema injusto que viven con aceptación. Pero, como dice Mary Jackson al juez que puede permitirle estudiar “Alguien tiene que ser la primera” y ella tuvo el coraje de reclamarlo.
Mujeres matemáticas, pese a todo.
Pocas veces hemos visto en pantalla las dificultades que hasta hace bien poco han sufrido las mujeres científicas para poder desarrollar y expresar su talento. El sistema patriarcal, todavía presente en tantos aspectos, las relegaba al hogar y a los cuidados familiares. Recuerdo cómo, todavía en la década de los 80, intenté sin éxito convencer a un padre (la madre no tenía voz) de que su hija, alumna muy brillante en el Bachillerato de Ciencias, merecía seguir estudios universitarios.
De siglos anteriores solo nos ha llegado el legado de unas pocas mujeres matemáticas. Dos destacadas son la francesa Sophie Germain (1776-1831) y la rusa Sofía Kovalevskaya (1850-1891).
Sophie Germain sabía que los trabajos firmados por una mujer no serían publicados y por tal motivo llegó a firmarlos con el seudónimo masculino de Antoine Auguste Le Blanc. Ya años antes, como alumna, se disfrazaba como un muchacho para poder entrar en las clases de Matemáticas. Cuando intercambió correspondencia con el gran matemático Joseph-Louis Lagrange (1736-1813), este quiso mantener una entrevista con el Sr. Leblanc. En ese momento Sophie debió revelar su identidad. A partir de aquel día, Lagrange intentó abrirle puertas.
Sophie Germain
Sophie Germain realizó importantes contribuciones tanto a la teoría de números como a la teoría de la elasticidad.
Se dice que un número natural p es primo de Germain si 2·p + 1 también es un número primo. El mayor primo de Germain conocido hasta ahora es 2.618.163.402.417·21.290.000-1, un número de 388.342 cifras. Existe la conjetura, todavía no demostrada por tanto, de que los primos de Germain son infinitos.
En la larga cadena de trabajos matemáticos a lo largo de 350 años que culminaron en 1995 con la demostración por Andrew Wiles del Último Teorema de Fermat, un paso notable fue el dado por Sophie Germain al demostrar que su enunciado se cumple para estos especiales números primos a los que luego se dio su nombre.
Sophie Germain consiguió ser la primera mujer, no esposa acompañante, en asistir a la Academia de Ciencias de París.
Por su parte, Sofía Kovalevskaya nacida en una familia adinerada, con ascendencia aristocrática y gitana, fue un talento precoz, que con solo 11 años ya garabateaba ecuaciones en derivadas parciales en las paredes de su habitación. Se formó intentando descifrar libros que nadie le explicaba, pese a la oposición de su padre. Los estudiaba en secreto por las noches, mientras todos dormían. En ese esfuerzo autodidacta, Sofía fue capaz de interpretar el significado de los símbolos trigonométricos. En palabras del vecino que le había prestado el libro, “había creado toda una rama de la ciencia, la trigonometría, por segunda vez”.
En la Rusia zarista no les estaba permitido a las mujeres estudiar en la universidad ni salir del país si no era con permiso paterno o como esposas. Para vencer esas prohibiciones, a los 18 años Sofía se casó en un matrimonio de conveniencia con el paleontólogo Vladimir Kovalevsky, quien iba a seguir sus estudios en Alemania. Así consiguió estudiar como oyente en las universidades de Heildelberg y de Berlín. Puede decirse que Sofía se casó por amor… a las matemáticas.
Fue la primera mujer doctora en Matemáticas, a los 24 años, y tendría que esperar diez años más para poder impartir clases en la Universidad de Estocolmo, donde llegó a ser la primera catedrática de Matemáticas de la historia. También fue la primera directora de una revista matemática de primera línea, el Acta Mathematica. En 1888 logró el prestigioso Premio Bordin de matemáticas, siendo la primera mujer que lo lograba. Nada de esto fue suficiente para que se le permitiera la docencia en su patria. El motivo, ser mujer.
Sofia Kovalevskaya
Carl Friedrich Gauss (1777-1855), tal vez el más portentoso matemático de la historia, apodado El Príncipe de las Matemáticas, reconocía así el mérito de Sophie Germain:
“Cuando una persona del sexo que, según nuestras costumbres y prejuicios, debe encontrar muchísimas más dificultades que los hombres para familiarizarse con estos espinosos estudios, y sin embargo tiene éxito al sortear los obstáculos y penetrar en las zonas más oscuras de ellos, entonces sin duda esa persona debe tener el valor más noble, el talento más extraordinario y un genio superior”.
En las anteriores palabras, el elogio del talento y del mérito conlleva el reconocimiento de que la ciencia, al igual que cualquier otra actividad de prestigio estaba vetada para las mujeres que no tuvieran “un genio superior”. La falta de una educación regular en matemáticas descartaba a las mentes menos geniales que, si de hombres se tratara, podrían al menos desarrollar matemáticas en un escalón inferior. Conviene no olvidarlo para no permitir que la historia dé ni un paso atrás en la igualdad de derechos.
Para terminar, una curiosidad: en el barrio de Las Fuentes, la calle Andrea Casamayor homenajea a una matemática zaragozana del siglo XVIII, una auténtica pionera.