EL RETRATO DE MI MADRE Por Lucía Ibor

Es muy extraño que mi madre no apareciese sonriendo en las fotos de pequeña.  Mi favorita, sin duda alguna, es una en la que ella aparece sobre un sillón de color rojo, con una  sonrisa  tan grande que ilumina la fotografía por completo.  Este gesto se convirtió en su marca de identidad y nos da grandes pistas sobre su carácter, siempre juguetón y afable.

Las demás fotos de esta época son muy variadas, pero en todas se repite el mismo patrón. Una gran sonrisa y una pose graciosa como elementos principales, sumado a una seguridad en sí misma desbordante (para lo pequeña que era) y a una felicidad envidiable. De hecho, detecto un cierto parentesco entre ella y yo.

Nacer la pequeña de cinco hermanos no debió de ser fácil, pero mi madre siempre fue una luchadora que peleaba contra las injusticias, y probablemente esa fue la razón por la que  a veces se la tachaba de rebelde.  Puede parecer una característica a rechazar, pero siempre he opinado que esa rebeldía le proporcionó la fortaleza suficiente para enfrentarse a lo que quisiera.

Ya en su juventud, mi madre empezó a salir con mi padre como novios a la edad de 18 años. Él era un amigo de mi tío, siempre cercano a la familia, y conocía a mi madre desde pequeña. Juntos han realizado innumerables viajes y han tenido experiencias suficientes para convertirse en mis modelos a seguir.

En mi opinión, la fotografía que mejor resume su relación es una que tienen enmarcada en su dormitorio. En ella mi padre abraza a mi madre desde atrás, apoyando su mentón en la cabeza de su pareja. Aparecen ambos con un gesto sereno, relajado, incluso mi madre inclina la cabeza. Eran los dos muy jóvenes y los colores son en blanco y negro, pero incluso 25 años después, sigo viendo su relación tan cuidada y fuerte como el primer día.