Pasaba algo más de una hora de medianoche, era 28 de junio de 1969. 200 personas de las clases más marginadas de Nueva York (transexuales, drag queens, gays, etc.) se reunían en el único lugar donde la normalidad incluía su realidad. El Stonewall Inn era un bar ya conocido por la policía, que esa noche se acercó por ahí para asegurarse de que se mantenía la otra normalidad, la normalidad establecida por la sociedad homófoba y tránsfoba de la época. Es difícil darte cuenta de que la normalidad debería abarcar todas las realidades, incluida la tuya, cuando en tu infancia solamente veías a gente “normativa”. De esto se debió dar cuenta Marsha P. Johnson (una mujer trangénero y negra, a la que la sociedad trataba como hombre y como a una ciudadana de segunda clase por su color de piel) cuando lanzó la primera piedra en Stonewall contra un coche de policía. La misma piedra que debieron arrojar las 129 obreras de la fábrica textil Cotton de Nueva York en 1908 cuando se declararon en huelga un 8 de marzo de 1908, para morir después calcinadas cuando su jefe las encerró en la fábrica que ardía en llamas.
Quizás el humo morado que salía de la fábrica por culpa de los tintes utilizados, fue el que acompañaba a Clara Campoamor, Victoria Kent y Margarita Nelken el día que se convirtieron en las primeras diputadas españolas. No era normal que en esa época una mujer fuese diputada, ¿no? Pero, ¿Quién dijo que eso no era normal?
La normalidad es la cualidad de lo que se ajusta a ciertas normas. ¡Benditas normas!, ¿qué habríamos hecho sin ellas? Pues la verdad es que bien poco, ya que si la humanidad ha avanzado y progresado ha sido porque ha cuestionado las normas establecidas, ha cuestionado si eso que consideramos normal o anormal realmente lo es.
Evidentemente, hay algunas normas que se han establecido por razones físicas o morales, como los derechos humanos, que meramente se basan en la necesidad que tiene toda persona de vivir en ciertas condiciones. Aun así, estas mismas normas han sido ignoradas durante años, como cuando la Inquisición castigaba a los científicos defensores del heliocentrismo sólo porque en la Biblia estaba dictado de otra manera. Estas son normas de la naturaleza, que engloban todas las realidades.
Sin embargo, no todos los cánones son inclusivos. Al hablar de normalidad, creo hay que evitar las dos asociaciones que más muertes, agresiones y discriminación han provocado en la historia de la humanidad: la normalidad como lo común y la normalidad como lo conveniente. La primera es la que todos tenemos más presente. Aquello que es una constante, que se repite y se mantiene igual la mayoría de las veces es lo que aceptamos, inconscientemente, como normalidad. Algo que realmente no es así, ya que no todas las excepciones tienen porque ser algo falso e inconexo, sino que son algo que suma y agranda el conjunto. Es cierto que estos términos los formamos entre todos, somos nosotros mismos los que perpetuamos esta forma de determinar si algo es normal o no ya que lo aprendemos de las generaciones anteriores. Sin embargo, de manera inconsciente, en ocasiones modificamos el “molde”. Por ejemplo, cada vez que se ha iniciado un movimiento artístico, lo que estaban haciendo esos artistas pioneros era romper con la moda y la cotidianidad. O por ejemplo, en la moda femenina también se ha ido evolucionando poco a poco, por ejemplo añadiendo los pantalones. Y recientemente, todos hemos sido testigos de que la ropa en realidad no tiene porqué ir asociada por norma a un género, y que los chicos también llevan falda. Sea por aburrimiento, o con la intención de producir un cambio social, la humanidad es cada vez más consciente de que hay normas y estereotipos sin ninguna base, que son completamente abstractos y fácilmente deconstruibles.
En segundo lugar, hay otro tipo de concepción de lo normal, la más artificial, pero que a la vez surge de los mecanismos más básicos de nuestra mente. Hablo de clasificar lo que es normal según lo que nosotros queremos que exista y lo que no. Es algo natural, ya que es fruto de los sentimientos humanos más simples como el deseo, la avaricia o la lujuria. Siempre hemos convivido con estas clasificaciones realizadas por nosotros mismos, en concreto por la parte más influyente dentro de la sociedad que tiene la capacidad de inculcarlas en la mentalidad del resto. Podemos fijarnos en el hombre en el paleolítico (y en todas la civilizaciones antiguas), que vio una oportunidad para que la mujer se quedase en casa a los mandos de un hombre, en una circunstancia de sumisión, solamente porque tenía la capacidad de engendrar descendientes. Quizás en la prehistoria una mujer no tuviese la fuerza suficiente como para cazar y eso dividiese las labores, pero conforme la tecnología fue avanzando, el sexo tenía cada vez menos importancia en la realización de ciertas acciones. ¿Qué sentido tiene entonces que un género siga siendo inferior a otro socialmente? En mi opinión, la sección dominante de la sociedad (en este caso los hombres) no quería ni quiere perder los privilegios que esa “normalidad” le otorgaba. De igual manera ocurrió en muchas otras partes de la historia, por ejemplo en el Medievo cuando los señores feudales decidieron que lo normal era que el resto de habitantes trabajaran para ellos casi como esclavos.
Como he nombrado antes, la clave para acabar con esas normas opresoras y sin fundamento es deconstruirnos. Darnos cuenta de que nada es normal, puede que sea común o conveniente, pero la mayoría de normas y pautas no existen de forma natural. Algo normal es por lo tanto aquello que la naturaleza permite, y las posibilidades que esta nos brinda son prácticamente infinitas. Si queremos crear una sociedad tolerante, en la que todos podamos vivir hay que concienciarse de que todo puede evolucionar. El concepto de normalidad es abstracto y dúctil. Y es que tan solo somos un conjunto de átomos; entes líquidos con cierta dificultad para encajar todos en el mismo molde.