PLUMAS DE CISNE. Por Juan Ramón González Ortiz.

Juan Ramón González Ortiz ha sido profesor de Lengua y Literatura en el IES Élaios durante catorce años. Este curso se jubila y nos regala un relato propio «como despedida de todos y de casi todo».

Kyu – do. «Una vida, una flecha. Concentra toda tu vida en lanzar una sola flecha».

PLUMAS DE CISNE.

  • Mi señor, ¿os acordáis de Ienao?
  • ¡Oh!, por todos los kamis de la tierra, del cielo y del fuego, ¿pero cómo no me iba a acordar de Ienao? He estado con él cada día, cada noche y cada instante de mi vida.

Apenas hubo dicho esto, Torifune detuvo el movimiento de su caballo. Una arruga de tristeza y melancolía rasgó la superficie de su frente.

  • Mi señor, nos siguen los asesinos de Nobunaga ¿Por qué ya no cabalgamos?
  • Está anocheciendo, Kembéi. Es imposible que ahora mismo puedan perseguirnos. Descabalga. No hay más que soledad y silencio. Quiero contarte una historia.

Y los dos hombres, rotos por la huida, se sentaron, sin la vigilancia de la Luna, bajo un ciruelo salvaje.

Anzawa sensei, el último gran maestro de arquería.

Torifune empezó a hablar. Sus palabras caían lentas y solemnes sobre las rocas milenarias.

Hanare, dejar partir la flecha… liberarnos de los deseos.

“Ienao ha sido mi maestro en la tierra. Cuando yo tenía diecisiete años, fue instituido como samurái principal a mi servicio. Pero estaba escrito que el mal me llevaría a romper esta relación. Yo era veleidoso, inconstante, arrogante y muy soberbio. De hecho, salvo Ienao nadie quería acompañarme nunca. Así pues, empecé a atormentar a mi buen amigo por el simple hecho de que lo era. Un día le pregunté que por qué se creía samurái si nunca había combatido en una batalla ni en un duelo. Y él, cayendo de rodillas frente a mí, me dijo: “Creedme, mi señor, es mucho más difícil ser samurái en tiempos de paz que en tiempos de guerra”. No me hizo gracia su respuesta porque con ella quedaba patente mi estupidez y decidí que algún día le daría su merecido. Un día atravesábamos un puentecillo sobre un pequeño lago ornamental. Ienao iba, como siempre, detrás de mí. Súbitamente me volví y le empujé al agua. Divertido, le pregunté, “¿Cómo es que siendo un gran samurái no habéis podido prever mi ataque?” Y él me dijo: “He anticipado vuestra acción antes aún de que vos, mi señor, tuvierais el pensamiento de hacerla. He querido caer al agua para daros el gusto de verme derribado y porque no había peligro para vos en quedaros solo sobre el puente” Su respuesta me encolerizó aún más, pero guardé silencio. Al día siguiente Ienao volvía a caer al agua en el mismo puente. Y al siguiente. Y al siguiente también. Acabó siendo una humillante costumbre …. Era noviembre, mi mes preferido. Y llovía a mares. Un sirviente vio a buscarme y me dijo que mi samurái me esperaba en el cobertizo de primavera. Tuve un presentimiento. Ieano estaba sentado en seiza y vestía el kimono con las armas de su familia. “No encuentro forma de remediar nuestra relación”, me dijo. “Arrogancia, orgullo, amargura frustración, … No hay ningún grado de integración entre vos, mi señor, y yo. Es necesario romper. Algo ha de pasar para que cambiéis”. Y apenas hubo dejado de hablar, sacó del interior de su manga izquierda un puñal y cogiéndolo con ambas manos se lo clavó sin vacilación en el vientre, rajándoselo de izquierda a derecha ….”

Torifune guardó silencio. Hasta el aire helado de la noche se había congelado. El joven Kembéi callaba horrorizado. “Ya ves, Kembéi, tuvo que morir mi único amigo para que yo pudiera vivir. Entendí que los seres humanos solo buscan la felicidad que resulta de su egoísmo. La maldad ata, el poder ata, …. El amor y la vida liberan”. Kembéi no se atrevía ni a respirar, sobre todo porque él también tenía diecisiete años. “El destino me ha citado esta noche aquí, contigo y con los asesinos de Nobunaga. Yo voy a morir y tú ….., tú vas a seguir vivo. Te prohíbo formalmente que cometas suicidio. Habrás de seguir viviendo hasta que te llegue el momento de desgarrarte por otro”

  • Pero, mi señor, soy vuestro único samurái vivo. Ya sé que tengo diecisiete años, pero estoy listo para luchar por vos y para morir por vos.
  • Cállate y deja de hablar como un lorito. No sabes lo que dices. Eres el ser más importante de los tres universos y de los tres tiempos. ¿Por qué no puedo yo servirte a ti? En la adversidad el alma ha de estar tan desapegada como el polen de las plantas en primavera. Hoy toca morir, y hay que saber morir. ¿Es que vivir, como sea, a cualquier precio, es lo único que cuenta? Mira, ya sabes que soy un arquero consumado. Me esconderé entre esos roquedos. Cuantos entren el desfiladero allí caerán. Y cuando agote mis flechas habrá llegado el momento supremo: desenvainaré el sable e iré recto a mi encuentro con los que queden. Quién sabe, mi joven Kembéi, igual me los como crudos a todos …
«Lanzar la flecha lejos, muy lejos, cuanto más lejos mejor».

El pobre Kembéi lloraba desconsoladamente. Torifune recogió una lágrima con el extremo de su dedo y le acarició el cabello. Le miró largamente. “Mi querido joven, quiero morir para que tú vivas. Nunca he dado vida a nadie. Y ahora lo quiero hacer, como otro lo hizo por mí. Mira la emplumadura de mis flechas. Son plumas de cisne, son bellas y muy blancas, pero no valen para nada. Mi padre las usaba de águila, que eran perfectas y hermosas. Después se empezaron a usar plumas de halcón. Ahora son de cisne. ¿Es que todo son plumas de cisne en la vida de un ser humano? ¿Es que todo es adorar lo estúpido y vacío? Ponte en pie y vete. Pronto amanecerá. Llévate mi caballo, también va ser otro samurái sin amo. Cuida de él.”

Kembéi partió a galope tendido. Volvió la cabeza y vio, a lo lejos, a Torifune, erguido como un coloso, abrazado a su arco. Estaba seguro de que sonreía.

 

*                   *                   *                      *

 

Combate bajo la lluvia en «Los siete samuráis» de Kurosawa.

Cuando Kembéi llegó al castillo, informó de la muerte de su señor. Sus ojos, secos como un arenal, ya no podían llorar más. Todos guardaron silencio. El joven samurái fue conducido a una habitación. Le sirvieron té muy caliente y arroz. Tras cenar, Kembéi se desplomó sobre la cama y cerró los ojos. El sueño vino a visitarlo y un gran silencio blanco se extendió sobre la fortaleza ….. Era ya la medianoche, cuando Kembéi, de pronto, se despertó totalmente apaciguado y libre. En el aire flotaba un perfume extraordinario, un perfume a mar, a roca batida por el viento salado. El viento salobre que estalla de júbilo galopando sobre la mar, que está eternamente pariéndose a sí misma …. Una fragante paz, una paz absoluta e inquebrantable vibraba en el corazón de Kembéi. De golpe, una impetuosa ráfaga de aire y nieve abrió de par en par las ventanas de madera y una delicada luciérnaga entró, ardiendo sin consumirse, hasta el centro de la habitación. Kembéi cayó de rodillas y en el silencio majestuoso susurró: “Mi señor, has venido a verme”. Y, poniéndose en pie, empezó a gritar: “¡Torifune ha venido!” Todos acudieron y entraron en la pequeña habitación. Allí, en el centro vieron un brillante insecto, ligero como una chispa, que retornaba a la noche profunda.  ¡Una luciérnaga en invierno! Todos se arrodillaron. Un fresquísimo olor a pino y agua flotaba en el ambiente ….

“Mi señor”, dijo el joven samurái, “os oigo de lejos. Yo también iré hasta el final del camino”.

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